Gilmour, el lagarto

GilmourEra ya el segundo o tercer año que el Mono cursaba veterinaria. Nuestra casa de Montes de Oca parecía el zoológico de Pablo Escobar. Habían desfilado por el jardín variedad infinitiva e inimaginable de animales. Hasta el Arca de Noé envidiaba en aquella época a los Gallardo.

El Mono se reconocía fanático de Pink Floyd, pasión que gracias a Dios, heredé. Tal era su fanatismo que a la última adquisición de aquella época (un lagarto overo) le puso Gilmour. Era el lagarto más grande que yo había visto. Para mis ojos de aquella infancia ese animal media más de un metro y también me acuerdo que era malo, muy malo.

Un día lo vi caminar por el pasillo principal que llevaba a los cuartos, evidentemente el Mono había charlado con el para enseñarle las reglas de la casa, en definitiva, a convivir. Ante mi pregunta sobre cómo había hecho para amansarlo, mi hermano se relamió y me contó algo que nunca voy a saber si fue verdad o mentira, pero me lo contó tan serio y tan despacio que entró en mi mente para no irse nunca más:

  • “Agarré un repasador…”, me dijo con un tono suave y seguro.
  • “Lo envolví en la mano derecha bien pero bien fuerte…”, mis ojos se iban abriendo cada vez más.
  • “Y metí la mano en la jaula de Gilmour, el la mordió y mantuvo la mordida durante más de dos horas y media, se cansó y nunca más volvió a morder”.

Wow. Qué destreza, que capacidad para adiestrar a semejante fiera. Mi hermano pasaba al podio de mis héroes de la infancia (conformado por él, el Manteca Martinez y el Mono Navarro Montoya).

La amistad que se había generado entre ellos era única, compartían almohada (dato real en el que Mamá casi muere del infarto cuando le fue a dar el beso de las buenas noches). El Mono se paseaba por las calles del barrio con Gilmour en su hombro derecho. La gente gritaba, se cruzaba de vereda, no entendía la gracia de tener un lagarto overo de más de un metro sobre los hombros. Gilmour iba a lo de Las Lilis, a lo de Toti, a la Farmacia de Fabio, iba a donde sea acompañado por mi hermano, entre los dos se hacían un festín al ver tantas caras de angustia y horror que generaban juntos.

Todo era alegría hasta un caluroso día de verano. El Mono se había ido a la facultad y Gilmour sintió la soledad. No tuvo más remedio que recorrer el barrio sin su dueño. Caminó por las casas de los alrededores de nuestro gran zoológico. Despertó sorpresas y admiración entre los perros de Montes de Oca, ninguno de ellos podía descifrar qué y quién era Gilmour.

Recorrió varias casas sin saber que le faltaban pocos minutos para que se despida de este mundo.

El lagarto overo, el amigo de mi hermano, cayó sin querer en la pileta vacía de La Negra, una vieja y querida vecina del barrio. Gilmour no entendía bien donde estaba, pero esa pileta vacía de plástico duro, caliente por los rayos del sol, le generó bienestar y permaneció ahí varias horas hasta que un grito desquiciado, inhumano y desgarrador lo despertó:

«¡¡¡UN COCODRILOOO!!!»

Pobre La Negra, qué susto se pegó al despertar de la siesta. Qué bicho tan salvaje e indomable la miraba desde su pileta, qué grito pegó sin saber que iba a ser su último grito. Pobre La Negra, qué muerte tan injusta vivió.

Pobre Gilmour, nunca entendió porque un arma parecida a una escoba en manos de un médico le quitaba la vida, simplemente por permanecer varias horas tomando sol.

Pobre Mono, con qué cargo de conciencia carga desde aquel día que volvió de la facultad y encontró tres ambulancias en la cuadra de Montes de Oca.

Pobre mi hermano, lo que sufrió al acercarse a la escena y ver a Mamá con una cara de tristeza, odio y terror que nunca jamás había visto.

Se quedó cara a cara con ella y escuchó la terrorífica frase que sepultó la culpa en el fondo de su corazón: “Gilmour se escapó”.

No hizo falta hablar más porque todo lo demás, mi querido hermano, lo entendió.