29 años después
Bajé de la moto y, sin sacarme el casco, empecé a mirarla: enfrente tenía a la casa donde nací, donde aprendí a caminar y a saludar, a reír y llorar. ¿Gallardo? Me preguntó el vecino de enfrente. Sí, contesté. Él es “El Correntino”, vecino de aquellas épocas que no abandonó su rancho. “Debés ser el más chico. Te reconocí por el tamaño y los rasgos. Vos me saludabas todas las mañanas desde aquella ventana…” me dijo mientras señalaba el piso de arriba.
Me di vuelta para meterme en el cuento y ahí estabas, en pijama, chiquitito, saludándome a mí, ya grandote y peludo. Me sonreíste, me miraste a los ojos como examinando en qué me había convertido… y con una simple mirada de paz te dije que yo estaba bien, feliz, pleno… como en ningún otro momento de mi vida.
Y te devolví esa mirada examinadora, porque vine hasta acá a saber de vos, a saber y a conocer a ese chiquito indefenso y aparentemente feliz… Y no te quedaste callado, porque así somos. Me dijiste, con otra mirada (esta vez más pausada y tranquila), que estabas creciendo muy bien, que era difícil no sonreír en una casa con tanto amor, que tus hermanos iban de un lado al otro, que estaban llenos de amigos, que tu hermana había perdido el lugar privilegiado de ser la más chica y que igual te quería, que tu viejo laburaba bastante y llegaba a la casa contento y que tu vieja te mimaba con exceso por ser el menor. Me dijiste que en esa familia no predominaba mucho el orden, pero sí el amor; que la unión que se generó en esa casa duró toda la vida, y que los valores que se repartieron fueron tan fuertes que se quedaron grabados en la piel de todos los que vivíamos ahí: honestidad, sacrificio, fe, amistad, humor, alegría y amor, lo más importante, el amor.
Me dijiste, ya emocionado y con lágrimas en los ojos, que te sentís un afortunado, que tenés mucho más de lo que otros tuvieron, que en la casa dormís bien porque no hay goteras, que tenés una buena cuna, que tenés ropa, que te sentís protegido y cuidado, y sobre todo, que te sentís amado…
Me miraste fijo, y así, chiquito e indefenso, con lágrimas en los ojos me hiciste temblar: “Tuvimos mucha suerte… ¿Qué vas a hacer con todo lo que recibimos?”.
Y ahí me quedé, mudo, paralizado, pensando en lo que hice con todo lo que recibí mientras “El Correntino” me invitaba a tomar un mate y me decía: Gallardo, ¿dulce o amargo?