El puma
Se quebró una rama. El sonido, escalofriante, rompió el silencio de la noche. Di dos pasos para atrás y algo cayó en el piso. Me quedé con la boca abierta por la sorpresa de lo inesperado y el miedo a perder la vida. Vi cómo apoyó sus manos sobre la tierra y nos miró. Mostró los colmillos y agachó su panza contra el piso. Tenía los pelos erizados del lomo dando un claro mensaje de guerra. Estaba a la espera de que hagamos un movimiento en falso. Nos quedamos quietos. Me acordé de todos los consejos necesarios para tratar de asustarlo. Me puse en puntas de pie y llevé mis manos al cielo. Me hice lo más grande que pude y grité expulsando todo el pánico de mi cuerpo. Estaba a treinta metros de la puerta de la cabaña y a cinco de la bestia. Darme vuelta significaba la muerte y cualquier ladrido de mi perra, la carnada.
Todo se puso en pausa en cuestión de segundos. La rama en el piso todavía se movía. El puma avanzaba. Ni mi campera naranja ni mis gritos desesperados surgían efecto. Tana empezó a ladrar convencida de que podía hacerle frente a la situación.
¿Cuántos minutos tardaría en devorarnos? ¿Sufriría? ¿Me descuartizaría? ¿O sería una mordida en la yugular y todo se acabaría en un instante? ¿Alguien encontraría algún pedazo de campera? ¿Cuántas llamadas perdidas tendría mi teléfono hasta que se enteren de lo que pasó? ¿Y si hubiera agarrado el hacha de mano antes de salir? ¿Por qué vine a vivir sólo a la montaña? ¿Morir así sería morir en mi ley? ¿Este sería mi final?
Son las tres de la mañana.
Todavía me despierto a mitad de la noche escuchando en mi cabeza el ruido de la rama. Me siento en el borde de la cama. Apoyo los codos contra la rodilla y dejo descansar la frente contra las palmas de mi mano. Transpiro y vuelven todas las imágenes a mi cabeza. Me invade la angustia y me reprocho la falta de coraje.
Me levanto a buscar un vaso de agua, doy un sorbo, apoyo la espalda contra la pared y miro, con lágrimas en los ojos, la cucha vacía.