¿En dónde ves a Dios?

En nuestras primeras charlas, la manera que tenía de mirarte a los ojos era mirar el techo de madera de casa. Ahí estabas vos. Lo hacía cuando me acostaba y juntaba las palmas de mis manos. Te pedía por mamá y papá, por mis hermanos y “para que sea cada día más bueno”. Esos son mis primeros recuerdos.

Empecé a crecer. Creía que además de estar en el techo, también estabas en una Iglesia. Te visitaba los domingos, cruzaba aquella puerta de madera gigantesca y ahí te encontraba. Me gustaba verte ahí, aunque te notaba lejos y frío.

Seguí creciendo y, por circunstancias de la vida, te empecé a asociar con la culpa y el pecado. Te empezaste a transformar en alguien con ceño fruncido y un látigo largo en la mano. Sentía que, con él, llegabas a cualquier rincón de esta tierra aunque yo me quiera esconder.

Pasaron los años, ya no hablaba con vos a la noche, ni juntaba las manos como un chiquito. Tampoco te visitaba los domingos y lo más significativo, ya ni te notaba enojado. Me eras indiferente, ya no me importabas.

Seguí creciendo, vos siempre te mantuviste cerca y, de alguna que otra manera, me hacías entender que estabas ahí. Me pusiste una cárcel en el medio y te empecé a ver en todas las personas que vivían ahí adentro. Me dijiste que habitabas en el más vulnerable pero también en mis amigos y en mi familia. Todo empezaba a tomar color.

Seguí creciendo, me dijiste que además de estar en todos los que me rodeaban, estabas en todo lo que me rodeaba. Te empecé a ver en los atardeceres y en los amaneceres, en el silencio de la montaña y en el ruido de un arroyo. En la limpieza de lluvia y en la quietud de la nevada, en el diálogo con el viento y en la mirada con el fuego. En la compañía de un perro y en el canto de un pájaro. En el aire fresco del bosque y en las flores amarillas que inundan mi jardín.

Ahora, de grande, junto las palmas de mis manos, miro al techo, sonrío y te agradezco, porque siempre estuviste ahí.

Y vos, ¿en dónde ves a Dios?

Texto para Con el corazón en la mano.