La final del pueblo
El pueblo estaba revolucionado, eran las 4 de la tarde, faltaba una hora para la final del campeonato regional. El público era prácticamente el de siempre, el de todos los años. Había variado un poco respecto al año anterior, hubo algunas neumonías que el invierno dejó… pero para no exagerar había unas aproximadas 650 personas. Lo inusual, esta vez, había sido un auto negro, importado. No era del pueblo, ni tampoco de la región.
Ahí no se usaban ese estilo de autos ostentosos. Dos personas de traje bajaron faltando 5 minutos para el partido. Zapatos en punta, trajes al cuerpo, camisas brillantes, corbatas, anillos en los dedos, pelo engominado y anteojos negros. Demasiado para la simpleza de un pueblo que nunca entendió de poder, dinero y fama, que se llevó mejor con la humildad, el laburo y el sacrificio. Hasta la cara del chofer, que se lo podía ver a través del parabrisas polarizado, respiraba ese aire de grandeza que exhala la gente de ciudad.
Ni Luis ni Carlota quisieron darle demasiada importancia, sabían que su hijo tenía por delante el partido más importante del año y, eso, los tenía realmente nerviosos.
Era la primera final para Juancito, que con apenas 16 años, había llegado a dicho partido como la figura del torneo. Algunos lo comparaban con su padre, otros con su abuelo, pero lo que no se discutía era que el gen estaba presente. Una derecha potente, un cabezazo demoledor, pero lo mejor, una inteligencia para entender el juego pocas veces vista.
El chofer acercó el auto a la cancha, algo que los lugareños no se tomaron muy bien. Los de traje se acercaron al banco de suplentes, querían oler lo que sólo ellos creían oler: el olor a liderazgo que el pibe podía llegar a emanar. Pero Juancito era más bien tranquilo y se quedó calladito calladito.
El DT dio las ordenes al equipo, jugador por jugador y cuando tocó el turno de Juancito le dijo en voz baja:
– Vos hace lo mismo que hiciste en los últimos 18 partidos, divertite.
El pibe asintió con la cabeza. Se puso las canilleras que su padre le había regalado hace unos meses, subió sus medias azules rotas hasta la rodilla y metió la camiseta de su equipo adentro del gigante pantalón.
Luis empezó con su típico ritual del mate: yerba a la calabaza, agua a un costado del recipiente y la bombilla penetrando suave hasta llegar hasta el fondo. Carlota hablaba con su hermana en voz baja. Los de traje hablaban por sus teléfonos de última tecnología, los dos al mismo tiempo, pero con diferentes personas. Lo que se logró descifrar de una de sus conversaciones fue algo así como:
– El pibe juega de entrada.
El referí llamó a los dos capitanes. Ambos de unos treinta y pico de años. Los presentó, se saludaron respetuosamente pero con cierto desprecio. El juez al ver esto infló el pecho y dijo:
– Les voy a pedir por favor que jueguen tranquilos, no como el año pasado. No quiero que se repita. Diviértanse y que gane el mejor.
La rivalidad entre estos dos equipos empezó hace ya 15 años. El día en que Luis, dos días antes de ser padre de Juancito, metió el agónico gol desde afuera del área en el minuto 94 que llevó a su equipo al campeonato regional.
Las finales en esta región las solían jugar generalmente los mismos rivales. Al menos eso pasó el último año, por eso la aclaración del juez.
Pero aquel día era distinto, porque Juancito estaba por primera vez en una final y los rivales temían que el pibe se transformara en lo que su padre se había transformado: el héroe regional. Quizás también por eso los de traje estaban presentes, por la mera presencia del pibe en la cancha…
Pobre pibe, cuántos ojos encima… Pero algo hacía entender que no le importaba.
El referí le preguntó al arquero del equipo del pibe si estaba todo bien para arrancar el partido, éste asintió con el pulgar hacia arriba. El de negro repitió el mismo procedimiento con el arquero del equipo contrario y obtuvo el mismo resultado.
Se llevó el silbato a la boca y el partido arrancó.