Te mereces esto, dijo
Barcelona, sábado 22 de noviembre de 2014.
Hacía dos noches que no dormía, tenía en mi teléfono la entrada de aquel partido de fútbol que me cambiaría la vida por siempre. Y lo presentía, esa era la razón del insomnio. Ya estaba cansado, la ansiedad era grande. En todos los medios de la ciudad se titulaba que un tal Messi, elegido como el mejor jugador de fútbol de la historia, hacía varios partidos que no metía un gol. El rival de aquel equipo era el Sevilla. Aquel día llegué, acostumbrado a la desorganización de mi país, tres horas antes de que arranque el show.
Siempre fui caradura y mucho más en un país ajeno al mío. Siempre me importó poco el que dirán cuando algo se me pone en la cabeza y soy más de romper barreras que de respetarlas. Muchos no comprenden mi filosofía e insisten en que me la voy a pegar contra la pared, otros me aplauden. Lo cierto es que aquel día, en el campo de juego había un argentino más; también decidido a romper barreras. No estaba solo. Estar a pocos metros del césped del Camp Nou no es para muchos, hablo de 6 u 8 metros y hablo de la suerte que tuve… Había, aquel día, una atmósfera particular. Se sentía en el aire que aquella noche algo distinto iba a pasar; que dos personas de un país sudamericano iban a hacer lo que se les cante las pelotas, uno en la cancha, el otro en las tribunas.
1-0, Messi, min 16. Falta por toda la escuadra.
Dice el Diario Sport que compré al día siguiente. Me gasté un euro en pedazos de papel por dos motivos, el primero fue porque soy una especie de coleccionista de diarios deportivos de otros países, el segundo, porque sabía que casi tres años después me iba a sentar con un vino a escribir sobre aquel partido.
1-1, Alba, propia puerta, min 46. Autogol del canterano al intentar despejar un centro de Vitolo.
2-1, Neymar, min 48. Cabezazo del brasileño a centro de Xavi.
3-1, Rakitick, min 65. El croata cabecea a gol un centro de Luis Suárez.
4-1, Messi, min 71. Leo marca a pase de Neymar.
5-1, Messi, min 78. De potente zurdazo.
Uno ya había hecho lo que se le cantó la gana; tres goles, ovación, se fue de la cancha en brazos de sus compañeros, era récord de Liga, video especial al final de partido y muchas cosas más…
Ahora me tocaba a mi.
Minutos antes de que arranque aquel encuentro caminé por toda la tribuna con la camiseta del club que llevo tatuado en la piel. Atrás de uno de los arcos estaba la “popular”, un par de bombos y no mucho más… Un gordo grande y feo me gritó “tío, eres del Boca” y me estiró los brazos para fundirnos en un abrazo. No sabía quién era, ni el tampoco quién era yo, pero en ese abrazo, íntimo y verdadero, como de dos mejores amigos que no se ven hace muchos años, me di cuenta que la pasión no tiene fronteras:
– Lo que hacen tío en la tribuna esos muchachos de la 12, para nosotros son admiración pura.
– La verdad es que sí, es una fiesta los 90 minutos, ojalá algún día puedas ir.
– Es mi sueño, tío.
– Yo estoy cumpliendo el mío, que era estar acá y ver a Messi, seguro que vos lo vas a cumplir.
Y me sonrió, creo que por haberle entregado el corazón en tan pocos minutos, otra de las cosas que suelo hacer. Cuando me estaba dando media vuelta para irme me dijo:
– Oye, ¿no quieres venir a falta de unos minutos antes de que termine el encuentro a alentar con nosotros?
– A partir del minuto 80 estaré contigo, tío. Esa sana costumbre de imitar idiomas…
Hasta el 4-1 del Barça yo había sido un hincha bien argentino, gritando los goles de Messi mucho más que los demás, agradeciéndole a Dios a los gritos por haberlo hecho de mi país, y siguiendo las sanas costumbres argentinas; putear al árbitro cuando no era necesario y hasta generar algunas risas en los catalanes que me rodeaban con comentarios lunfardos.
Pero todo cambió. El diario Sport dice:
5-1, Messi, min 78. De potente zurdazo. Dice el diario Sport.
Me faltaban dos minutos para encontrarme con mi nuevo amigo y Messi ya había metido el tercero. No pude esperar, en el minuto 79 dejé mi butaca vacía y fui corriendo desesperadamente a abrazar al gordo. Me costó encontrarlo pero me salvó un grito de amor y amistad: “¡Hey Boca! ¡Aquí!” y sonreí. Messi se había convertido en máximo goleador de la historia de la Liga Española y mi nuevo amigo lo sabía. Quizás pudo ver en mis ojos lo lejos que estaba de casa o quizás entendía el dolor de no poder abrazarme con un amigo o un hermano. Aquel gordo tuvo algo más que compasión, tomó todo tipo de roles, se convirtió en mi amigo y mi hermano por milésimas de segundos, me abrazó y apretujó de tal manera que no pude evitar el llanto.
– Qué fiesta tío, qué emoción, este chaval es de otro planeta…
Me dijo al mirarme a lo ojos, los suyos también lagrimeaban.
– Toma, te mereces esto.
Y me entregó, como le entrega la espada de honor el maestro samurái a su discípulo, un pedazo de palo de madera con punta de trapo. Lo miré con lágrimas de emoción porque sabía lo que significaba para él y antes de que pueda decirle algo, se deshizo de su más preciado valor, de su arma de guerra, de la mitad de su ser: el bombo más grande de este mundo, el bombo del Camp Nou.
– Golpealo tío, hazlo como nunca en tu vida porque hay más de cien mil personas que te están esperando. Y sé que lo harás bien tío, porque eres del Boca…
Y así fue como aquel 22 de noviembre de 2014 hubo dos personas de un país sudamericano en el estadio del Barcelona que hicieron lo que se les cantó las pelotas, uno en la cancha, el otro en las tribunas.