Un manojo de cartas
Estaban ahí, debajo de la cama, contra la pared, en el tercer zócalo llegando al esquinero. El pedazo de madera estaba flojo… las indicaciones de la abuela tenían sentido. Estirando el brazo y apoyando la cara contra el piso, terminé de romper la madera y las encontré. Un manojo de cartas viejas y llenas de polvo atadas por un cordón de cuero. Tiré dos troncos en la salamandra, desaté el nudo, y agarré una al azar.
“Dios:
Hace días que siento en mi estómago el ruido de las escopetas y el sabor de las esquirlas. Están por llegar, lo sé.
Tengo hambre, ya no quedan reservas.
Tengo frío, ya no queda leña.
Tengo miedo, ya no quedan fuerzas.
Escucho los gritos, son de poder, de miseria y egoísmo. Vienen por todo, Diosito, y decididos a avasallarnos. Nos declararon la guerra, Diosito, simplemente por no pensar como ellos.
Sembraron el odio y se multiplicaron como hormigas. Ya no quedan esperanzas. Son cada vez más violentos, vehementes y desorbitados.
¿Por qué Dios? ¿Por qué odian todo lo que tenemos? ¿Por qué quieren destruir lo que usted nos enseñó? ¿Cuál es el límite? ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo?
No lo entiendo, Diosito, pero acá está su soldado, dispuesto a morir por lo más importante que tiene un hombre:
Por usted,
Por la Patria,
Y por la familia.
Le ruego, Diosito, que se acuerde de mí.
Quedo a la espera de su bendición.
Atentamente.
Anselmo G.
PD: Solo usted sabe si mi esposa e hijos lograron llegar a salvo. Y le ruego, que si eso ocurrió, alguno de ellos, incluso algún nieto, encuentre mis cartas, y mantenga bien alto los ideales que supe defender”.