Unos bizcochos en el piso
Hoy me acordé de las lágrimas de aquel recreo, cuando me tiraron todo el paquete de bizcochos Don Satur al piso. Era la frustración de saber que no me quedaba nada más para comer en todo el día, que el viejo me había dicho que los cuidara porque la mano estaba dura. Los vi en el piso, mojados por culpa de aquel charco diminuto que bordeaba una baldosa, me quedé mirando hacia los costados, sin entender nada, buscando al culpable para decirle todo lo que lo odiaba. A lo lejos, tres o cuatro chicos más grandes corrían y se reían. Tanta bronca sólo pudo desahogarse con el llanto. Ni el abrazo de la profesora, ni el consuelo del kiosquero que me hizo un gesto con la mano diciéndome que me acerque al mostrador, nada… Ni siquiera saber que Croacia estaba ganando y que con un simple gol pasábamos de ronda, nada… Porque la vida no es tan linda como en Instagram, porque con un simple empujón te tiran los bizcochos al piso, con un simple empujón te quitan la ilusión de jugar un partido más… Y yo sé que todo esto es un juego, que debería tomármelo con un poco más de cautela y también sé que el kiosquero que me estaba llamando minutos antes de que terminara el recreo me quería dar algo. Me acerqué con lágrimas, como me acerqué hace un rato al televisor en el minuto 87, subí los dos escalones que nos separaban, me miró y sonrió: “La vida a veces se pone difícil, pero nunca dejes de soñar, pibe” y me regaló el alfajor que siempre comía cuando no había plata para los bizcochos, un Guaymallén de frutas.
Aquel kiosquero me devolvió la ilusión por un rato, creo que le decían colorado, o rojo… Sí, así se llamaba, Marcos Rojo.