Un salchicha y su patrón

Un dachshund o teckel, más conocido como perro salchicha. Una galería de una vieja casa de campo. Una pava y un mate. A lo lejos, caballos. Detrás de ellos, las sierras que susurran al oído que no todo en la vida es lineal. El patrón del campo se seba un mate mientras mira a su perro. Qué va a hacer Rudito, es lo que hay. El salchicha levanta la cabeza, lo mira, le regala un leve gemido como respuesta y apoya el hocico otra ves en el pasto. Ambas miradas perdidas en el horizonte. El sol empieza a caer y a la pava le queda cada vez menos agua. Vamos a sufrir, Rudito, pero aunque el dolor tenga mala prensa, no queda otra que darle pa´ delante. No podemos pretender tener una vida valiosa sin dolor… El dolor nos quema y nos demuele, y así, a veces, nos vacía y nos hace reinventarnos. Le dice, intentando levantarle el ánimo. El perro se levanta, da unos pasos y se vuelve a enroscar en círculo, como una víbora, mirando de abajo hacia arriba a su patrón. Quedan minutos de luz antes de que las sierras se oscurezcan. Vamos a caminar hasta la tranquera, amigo. A ver si pasa un poco esta angustia de domingo. El perro da un salto y empiezan a caminar juntos. Ven pasar los alambres firmes, los pastizales largos de los lotes, los árboles centenarios. Los caballos se acercan, los teros revolotean por el aire a los gritos y la temperatura baja cada vez más. Cuando llegan a la entrada, el patrón empieza a chiflar, una, dos, diez, veinte veces con la esperanza de que la perra salchicha vuelva. El perro aúlla con la ilusión de ver a su compañera al menos una vez más… La escena se repite incontables veces con el mismo lamentable resultado: las lágrimas de los dos.

El patrón mira a su perro y este le devuelve la mirada, lo desarma verlo con tanto dolor. Lo levanta y lo mete dentro de su campera. El can, temblando, esconde el rabo entre sus patas y se acurruca en el pecho de su dueño. Ambos emprenden, lentamente, la vuelta a casa. El patrón, con la mirada en los ojos del salchicha, le dice; tratemos de no usar las heridas como argumentos para cerrar el corazón, amigo. Le besa el hocico, lo acaricia y lo deja en el sillón; lo tapa con una manta, lo vuelve a acariciar y apaga el fuego de la chimenea, oscureciéndolo absolutamente todo.

El Chino y el Director

El Chino, capítulo tres del libro. La primer historia que cuento, una de las más dolorosas y de mayor enseñanza. Me enseñó tanto en aquella entrevista en la que me habló por primera vez del perdón, que gracias a él entendí que el primero en pedir disculpas, es el más valiente; que el primero en perdonar es el más fuerte; y que el primero en olvidar es el más feliz.

Desde aquella reunión, no puedo vivir con enojo hacia una persona, tengo la necesidad de pedir perdón aunque no esté del todo convencido, porque sé que eso hace bien; algo cambió en mí, para siempre y es gracias al que está en la foto.

Un día el Chino dio una charla en un colegio, y entre los que escuchaban estaba el Director; un tipo muy duro con los demás y consigo mismo, de esos difíciles de ablandar así nomás. La historia del Chino lo conmovió tanto que, al terminar, lo fue a buscar para abrazarlo y ponerse a llorar. El Chino también lloró. Ese abrazo, de sanación y perdón, hizo que el Director le escriba una carta a su padre que vive en Alemania, con quién no hablaba hace más de 20 años. En esa carta viajaba lo más lindo que puede tener el ser humano, la capacidad de pedir perdón. ¿Qué generó todo esto? La aceptación, la empatía y el amor de un padre peleado con la vida. El padre del director sacó un pasaje a Argentina al día siguiente, se encontraron en el aeropuerto y se fundieron en un abrazo eterno, sanando todo el pasado, para siempre… Un abrazo que culminó en un asado de bienvenida en la casa del Director, dónde hubo un testigo de lujo, el Chino, el verdadero héroe de esta historia. 
#LosEspartanos
#NoPermanecerCaído

El odio

Odio tener que meterme en el fondo de mis entrañas, las más oscuras y llenas de verdín, para poder escribir lo que tengo que escribir. Odio “tener que escribir” y mucho más tener que estar escribiendo esto. Pero no me queda otra.

Odio la incoherencia y odio ejercerla. Odio a todas las personas que se cruzaron en mi camino y ahora las admiro. Odio que me hayan puesto la vara tan alta, porque ahora me hacen odiar los idealismos. Odio creer que nunca voy a llegar a ser como ellos. Odio tener que pagarle a alguien para entender que al final voy a llegar, y si no llego, que “todo va a estar bien”…

Odio a mi psicólogo por haberle puesto nombre a todos estos conceptos. Odio las charlas profundas donde no me siento cómodo. Odio equivocarme y mucho más que me lo marquen. Odio ilusionarme y de un plumazo desplumarme. Odio los desencuentros amorosos. Odio que me traten como a un desconocido de un día para el otro. Odio los mensajes secos y con nombres propios. Odio los celos, la falta de confianza y la desesperanza.

Odio las impuntualidades, las mentiras, y a las personas que no van de frente.

Odio que llueva cuando tengo el ánimo por el piso. Odio dar consejos y entender que me estoy hablando a mi mismo, odio esa pausa que dura milésimas de segundos. Odio a mi sentido común cuando se despierta. Odio a mi ego, con toda mi alma. Ya esta altura, creo que es lo que más odio. Odio los “porque yo” y los “yo a tu edad”. Odio las frases hechas y odio que me rompan las pelotas con manuales y reglas.

Odio a los que dicen “que se mueran todos ahí adentro”. Odio a los soberbios y a los que no piden ayuda. Odio a los todopoderosos que no son más que una manga de lacras inseguras. Odio los mandatos familiares y las creencias populares. Odio a los que no se cuestionan un carajo y van por la vida flotando. Odio a los que tienen el culo de haber nacido en cuna de oro y se jactan de haberlo logrado todo.

Odio los trenes nuevos que están impolutos. Odio que no tengan historias para contar. Odio los perfumes baratos y las risas extremadamente fuertes. Odio los besos con lengua en público cuando no soy yo el que los da. Odio a Spotify cuando elige una canción aleatoria que no quería escuchar. Odio los goles fallidos frente a un arquero y odio tirar mal un tiro libre. Odio la poca sangre en el fútbol y mucho más la tibieza en la vida. Odio a las personas que no van a todo o nada, odio los grises y mucho más los extremistas que se juegan por un color que no es el mío.

Odio por todos lados, siento, veo y respiro odio. Me tomé en serio lo de odiar para escribir, abrí una ventana que ahora no puedo cerrar y hasta creo que te estoy odiando a vos, que llegaste hasta acá leyéndome y me vas a criticar por estos párrafos insulsos. Yo también los odio, no te preocupes. Solo cumplo con el deber de escribir para hoy y, hablando de eso, odio la consigna del día y odio confesar que no la pasé tan mal.

De libros y botes

Ahí estabas vos con un libro bajo el brazo. Flotando en un bote de papel y un mar lleno de dudas.

Ahí estaba yo, con un libro sobre mis brazos. Flotando en un bote de papel y un mar lleno de dudas.

Jugué a hacerme el lector. Mi mirada se dividió en dos, un ojo mostrándote cierto desinterés, el otro, mirándote sin que lo notaras. Creíste que no te importaba, que todo lo que tenías para darme no me interesaba.

Te convenciste, te cansaste de esperar, navegando hace tiempo en un mar sin certezas, diste media vuelta y te pusiste a remar. Desesperé con el simple hecho de que dejaras de mirarme, empecé a gritarte sin que pudieras escucharme.

Y así terminó la historia… y así empezó nuestra historia.

Remé contra viento y marea para alcanzarte. Me puse a la par para que hablemos. Y así fue como conectamos, me hablaste de tu bote, de todo lo que traías con vos y te hablé del mío, de todo lo que traía con él. Nos desilusionamos al ver que no eran como los habíamos imaginado, ni yo el tuyo, ni vos el mío. Levantamos los hombros en señal de resignación ante el falso idealismo del amor.

Te hablé de corazón y me creíste, me hablaste de corazón y te creí. Nos acercamos, lentamente, buscando seguridad en un mar lleno de dudas. Las sonrisas y las risas, las caricias, los viajes, los gestos de amor, la confianza, la alegría, la transparencia, la paciencia, las charlas, los mates y los vinos fueron libros que tiramos al agua en señal de protesta a tanto miedo. Lo hicimos también para ver si flotaban, si éramos capaces de caminar sobre ellos… y acá estamos.

Los dos en un mismo bote, ni el tuyo, ni el mío, nuestro. Vos sentada sobre mis piernas, riéndonos de las olas de dudas que no tienen fuerza para darnos vuelta, vos con un vino blanco, yo con un tinto, leyendo en voz alta el mismo libro que se llama «De libros y botes»…

Días sin pesca

Hace días que no pesco, en realidad, hace días que no saco una trucha, porque a lo que se le dice pescar pesco. Es decir, intento pescar mientras estoy horas pescando. Y ya pasaron cuatro amaneceres y los bichos no aparecen.

Son las 10 de la mañana, Belucha duerme, el agua se está calentando para los primeros mates del día, todavía con los pies fríos y los dedos de la mano arrugados por el agua. Estuve desde las 7 hasta las 10 de la mañana pescando y los piques siguen sin aparecer. Tocan la puerta, es Ignacio, el vecino de la cabaña que viene a preguntarme si quiero una parrilla que encontró debajo de unos pinos para usar en la chimenea. Le contesto que sí, que gracias, y noto que su mirada se detiene en mi pecho como si hubiera visto una araña. “¿Pescas con mosca?” me pregunta. Le respondo medio molesto: “Si, por el chaleco preguntás…”, “Sí, qué bueno. Yo estoy arrancando con el tema, me compré todo el equipo afuera y pasé de pescar con cucharita a probar con mosca…”. Sigue hablando mientras me importa cada vez menos su historia porque empiezo a escuchar la pava que silba y lo único que quiero es apagar el fuego antes de que se hierba el agua. Pero insiste: “Estuve en Estados Unidos, en el local de Orvis y me traje un equipito completo, compré waders, botas, caña, líneas…” mientras pienso que hace 7 años que pesco con mosca y mi equipo no le llega ni a los talones. Florece la envidia, el enojo, la impaciencia, el frío en los pies que aumenta por la puerta abierta y la pava que grita. Razones suficientes para mandar a Ignacio a cagar, pero vino con un buen gesto, el de la parrilla, que hasta ahora, es por lo único que no pierdo los estribos. “Si querés a la tarde te acompaño a pescar un rato” me pregunta casi condicionándome. “Mirá, lo veo difícil porque tengo programa con la patrona, pero andá vos. Estuve toda la mañana pescando en una piedras acá abajo, 300 metros a la derecha, son negras y grandes, ahí tenés unos pozones lindos con unas truchas enormes que Santiago, el propietario, me dijo que pruebe. Yo probé y nada porque no tengo línea de hundimiento… pero quizás vos tenés suerte”. El dato es certero, hay piedras, hay pozones, pero no tuve un solo pique con la línea de flote, ojalá que tanta precisión sea suficiente para que vuelva a su cabaña, porque el agua ya se hirvió. Ignacio se va, acaba de llevarse la información más importante de mi estadía, y lo hizo gratuitamente… Compartirle “el lugar donde están las truchas” por el simple hecho de querer cerrar la puerta lo antes posible me dejó vació.

Pasaron las horas. Son las cinco de la tarde, estoy caminando con Belucha por el cerro Llao Llao, llevamos cuarenta y cinco minutos de caminata ascendente, las piernas empiezan a flaquear, el oxígeno a faltar y lo único que salva el desgano es el imponente paisaje. Me suena el celular, no coincide el sonido con el entorno, saco el teléfono del bolsillo chistando y de mala manera, como putéandolo por ser tan desubicado de sonar en el medio de la montaña. Es un mensaje de Ignacio. Tiene una foto con un subtitulo que dice “¡Gracias por el dato!”. La foto sigue borrosa porque hay poca señal, la ansiedad aumenta de 0 a 100 en cuestión de segundos. La foto se baja, la veo nítida, mi corazón se acelera; el hijo de puta clavó una trucha marrón de cuatro kilos. Grito fuerte, al cielo, rompiendo todo el silencio de la montaña “¡ME CAGASTE EL DÍA IGNACIO!”. Belu se acerca preocupada, “qué pasó con Ignacio” la miro con cara de perro mojado “me cagó, le pasé el dato que me dio Santiago” y empieza a reír a carcajadas intuyendo lo peor “no me digas que Ignacio pescó”. Guardo el teléfono y empiezo a caminar rápido tratando de sacar la calentura, pero a los 50 metros mi cuerpo me pide que descargue por otro lado. Me agarro de un árbol, agitado, ahora estoy enojado y sin aire. Después de un rato llegamos a la cumbre, la inmensidad de las montañas, los lagos que parecen charquitos, los autos que parecen hormigas… Belu me pide que me acerque para sacar una foto pero no logro interpretarla, en lo único que pienso es en la trucha que sacó Ignacio. Volvemos, yo con el ánimo por el piso, ella alegre como siempre.

Ya es de noche en la cabaña, abro un vino y empiezo a ordenar los troncos para prender el fuego en la chimenea. El celular que interrumpe la paz de este rito sagrado, lo agarro de mal modo, otra vez. Un mensaje. Es de Ignacio. Tiene una foto con subtitulo, se repite la escena: “Hoy se come rico” me pone, y la trucha en la parrilla. Ya van cuatro atardeceres en los que le prometí a Belu comer una trucha y no pude. Desde lo más profundo de mi ser le contesto “si serás hijo de puta… estás haciendo todo para matarme”. “Si querés mañana vamos temprano y te presto la línea”. Sorprendido por el gesto y tecleando rápido para que no llegue a dudar respondo “a las 7 abajo”. “A las 7 abajo” me contesta. Y ahora, en este preciso momento en el que me contesta, me empieza a caer bien.

El pabellón de Los Gladiadores

Cambié el 7 por el 8 y así, partí para la Unidad Nº 47 de San Martín. Dejé el pabellón 8 para abrir camino al rezo del Rosario en el pabellón 7, con la misión que tiene la Fundación Espartanos de poder llegar a la mayor cantidad de cárceles posibles. Cambié el casco de Los Espartanos por el de Los Gladiadores, que lo único que aparenta cambiar es su figura, porque en el fondo llevan los mimos valores. Fue hace un año y unos meses, acompañado por Juan Manuel Recio y su guitarra, los dos solos, llenos de ilusión y de vértigo. El pabellón jugaba al rugby hace muy poquito y se notaba que recién empezaban, eso era peor que un infierno: facas, drogas, olor nauseabundo, paredes despintadas, oscuridad y con superpoblación de personas sin esperanza. La ley de la selva, del más guapo, del más fuerte, miradas perdidas sin poder enfocar a los ojos de nadie, teníamos por delante un desafío más que grande pero con una buena carta a nuestro favor. Ya teníamos la receta de lo hecho por Coco Oderigo en la Unidad Nº 48. Y así entramos.

Lo hacíamos cada semana como dos desconocidos, cruzábamos la puerta de aquel pabellón con la cruda realidad que nos decía que no nos estaban esperando, que no éramos del todo bienvenidos. De la superpoblación se divisaban dos grupos; uno que se resistía y no quería saber nada con eso de “hacer las cosas bien” y otro, más grande pero más tímido, que nos decía que volvamos la semana siguiente.

En los primeros encuentros, habíamos escrito en una hoja el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria y cada uno que pasaba a dirigir el Rosario lo leía en voz alta, mientras que el resto contestaba casi murmurando. Pasó el tiempo y el grupo de los que estaban dispuestos a cambiar fue creciendo, empezaron a entender el rugby, salieron a jugar tres o cuatros veces afuera de la Unidad y se dieron cuenta de que no les estábamos mintiendo. Que el que hacia las cosas bien y entrenaba duro los martes, tenía recompensa en algún partido afuera del penal.

Y esto hizo que empiecen a confiar, primero en los entrenadores y después en nosotros. Los miércoles pasaron de ser tétricos a ser dos o tres horas llenas de alegría. Los murmullos se convirtieron en voces normales, los pedidos y agradecimientos dejaron de ser un cassette grabado y se animaron a quitarle algunas capas a esos corazones heridos y cerrados. Después de cada rezo los músculos de las caras ya no estaban tensionados, las miradas no eran tristes ni llenas de angustia…

Habían pasado cuatro o cinco meses, ya no estábamos solos con Juan. El grupo fue creciendo y llegaron personas con un inmenso valor y compromiso como Nico y Helen Degano, Vicky y Jime Vidal, Annette Spangenberg y Ari Godino, Toto Rivarola y Zapo Zapiola. Todo había cambiado: las pocas facturas resecas que llevábamos con Juan en los primeros encuentros se convirtieron en scons, pastafrolas caseras, tortas de todo tipo y se crearon los desayunos más ricos de la Unidad. Los Gladiadores entendieron que no íbamos a otra cosa que a darles un poco de amor; y la ficha les cayó: había personas (junto a los entrenadores de rugby) que confiaban en ellos.

Y todo lo que recibían lo empezaron a devolver, se fueron las facas y los cuchillos del pabellón, se alejaron las drogas y las pastillas, las paredes se llenaron de dibujos y pinturas alegres, las puertas de las celdas se enumeraron con colores agradables, el ambiente se llenó de esperanza y lo más lindo, empezamos a ver que cada miércoles, a las 9:30 h de la mañana, en el corazón del pabellón Nº 7, nos estaban esperando con la mesa lista y la Virgen del Rugby en la cabecera. Como si se estuviera repitiendo lo que Damián Donnelly logró en aquel patio del pabellón 8 de la Unidad Nº 48.

Fue tan palpable el cambio en poco más de un año que hasta me suena poco creíble. Pero cuando parece que el cuento de hadas está por terminar, siempre pasa algo que me dice: “Sigan”. En el Rosario de ayer, con poca asistencia de los de afuera (reuniones laborales) y los de adentro (visitas y comienzo de clases en la escuela), puedo decir que pasé del estadio de muerte a la vida, resucité en poco más de tres horas. Por primera vez en innumerables miércoles, no fueron Juan ni su guitarra, y cuando eso pasa, parece que la alegría quedara en cada una de sus cuerdas, en su casa de Don Torcuato. El Zapo se animó a llevar su instrumento y se defendió bastante mejor de que lo esperábamos. Mientras arrancó uno de sus cantos antes de dar inicio al segundo Misterio, se me acercó Fernando, uno de los internos, con una angustia que jamás había visto. Él es una pieza fuerte dentro del pabellón, lleva incontables años preso, no tiene una sola zona de su cuerpo sin marcas, está cagado a palos en todo sentido. Según el, por el Servicio Penitenciario, pero me habló también de sus batallas en otros penales contra otros internos. La mano izquierda la tiene inmóvil, le cortaron uno de los tendones con un cuchillo. En la cadera tiene 4 centímetros de faca incrustados entre los huesos, y por eso, cuando se queda mucho tiempo parado, se le duermen las piernas. Hay heridas, como estas, que duelen, pero la más dura es la psicológica; es un perro cagado a palos, al que le levantás la mano para acariciarlo y sale corriendo con el rabo entre las patas. Pero él también, con su lentitud para confiar, lo fue haciendo. Empezamos a relacionarnos a lo lejos, entre apodos como “cheto” de su lado y “gato” del mío, y siempre una sonrisa al terminar el juego. Es, sin dudas, el tipo más duro y resentido del pabellón. Ayer, entre mates, me dijo que no aguantaba más, que se había enterado que quizás le daban perpetua y que no le encontraba sentido a nada, no pude hacer nada para tranquilizarlo más que darle un abrazo y decirle “todo va a estar bien”. Pero no alcanzó y me redobló: “vos no sabes lo que yo sufrí, lo que me cagaron a palos, no te imaginas el dolor que tengo adentro. Si a mi me condenan, Fede, te juro que me quito la vida”. Lo miré a los ojos, fijo y lo vi en un punto de quiebre, sin retorno: “queres llorar y no podés, hacelo cagón, largá toda esa mierda que tenes de una vez por todas”, le dije. Y el perro, con innumerables lágrimas en los ojos, se dejó acariciar.

Al ratito, uno de los chicos pidió por Matías, al que le deberían haber dado la libertad el lunes y todavía no lo habían largado. Propusimos pedir fuerte por eso y hasta nos pusimos exigente con el pedido: “Te pedimos Virgencita que lo larguen a Mati hoy, y si es posible, antes de que termine el Rosario”. La ansiedad y los nervios de Matías se respiraban, después de 4 años y tres meses privado de su libertad, lo único que quería hacer era salir de esa cueva de animales, que por más pintada que esté, no deja de serlo.

Pasó una hora y media, siguieron los pedidos, los misterios y los mates. Unos minutos antes de las 12h, ya en el cuarto Misterio, estábamos cantando con el Zapo “Diario de María”, que relata la relación de la Virgen con Jesús durante toda su vida, y antes de llegar al último párrafo, escuchamos que se abre la puerta que da al pasillo de la Unidad. Entró un señor con camisa blanca y mirada fuerte, acompañado por un guardia de remera negra, lo hizo con autoridad e interrumpió el canto con el apellido de Matías. Fueron segundos de silencio e incertidumbre, Mati corrió a su celda, se cambió la remera y se puso a llorar, entramos a ver qué pasaba y nos dijo: “Me voy, me dieron la libertad”. Aplaudimos y chiflamos con una vehemencia poco habitual. Nunca había vivido en vivo la libertad de un interno y juro que es de las cosas más impactantes del mundo. Después del Rosario nos quedamos con el Zapo y Matías en la puerta del Complejo Penitenciario esperando que llegue “una Fiorino blanca” que se hizo esperar. Mientras esperábamos Mati nos contó intimidades del pabellón, del funcionamiento y nos dijo: “el rugby y el rezo nos cambiaron, ustedes cambiaron el pabellón”. 

A lo lejos vimos un pedazo de chapa blanca y vieja, con millones de kilómetros a cuestas, era la Fiorino. En esa camionetita, que se acercaba lentamente a dónde estábamos nosotros, llegaba la mujer de Mati con sus dos hijos, y también, una nueva vida llena de esperanza, una segunda oportunidad.