El vagón del ahora

Sentado, algo incómodo, miro hacia el lado opuesto en el que avanza el tren. Pasa un hombre robusto, con buzo canguro y unos veinte cables de auriculares en el brazo, gritando que no hay sonido más fiel que el que ellos transmiten. Me gusta la actitud, aunque es demasiado temprano para levantar tanto la voz. Varios mensajes seguidos de mi socio me interrumpen la escritura en el teléfono. “Nos pidió Silvina que manejemos nosotros la reunión del miércoles, tenemos que hablar con Lola”, me sugiere en uno sobre un posible negocio con una reconocida modelo argentina. Pasa por el pasillo un vendedor de “Freegells”, aparentan ser caramelos de menta de alguna primera marca que no tiene ganas de ser revelada. La señorita de adelante compra tres. Es la promoción de un producto fantasma.

En la quinta estación, se suben unas seis personas, entre ellas, un chico con auriculares que se ilusiona, creo yo, al ver a una compañera de trabajo. Sonríe, se destapa los oídos y empiezan a hablar. Ella también sonríe.

La señora que está a mi izquierda tiene un guante negro en una mano y en la otra prefiere pasar frío con tal de que su teléfono celular responda al tacto.

Hay cuatro personas paradas en el vagón, todas ellas mirando su teléfono. La pequeña historia de amor que supuse acaba de romperse; él consiguió un asiento dos filas atrás que dejó libre un señor con bigotes y no dudó un instante en ocuparlo.

Hay estaciones que son mis preferidas, como la de Acassuso, que aparenta cree haber sido parte de una novela inglesa de los años sesenta. Acá se sube un chico con una bota ortopédica en el pie y va directo adonde está la chica sentada. Arriba del asiento hay un cartel que dice “reservado” con fondo azul y letras blancas junto a tres íconos: un señor con bastón, una embarazada y una madre con un niño.

Compruebo por segunda vez que el chico de auriculares no siente nada por su compañera de trabajo. Ella, cuando cedió el asiento, fue directo a hablarle a él y éste ni siquiera fue capaz de levantar el culo. Un profundo silencio los invade. A mí también. Ella deja de mirarlo y pone sus ojos perdidos en la ventana; yo agacho compasivamente la mirada. Todo esta roto.

El tren se llena. No hay asientos vacíos y el lugar libre en el pasillo se reduce cada vez más. Hay gente por todos lados y el hecho de pensar que tengo que pedir infinitas veces permiso para llegar a la puerta me genera un poco de asfixia. Por mis auriculares canta Joaquín Sabina una canción que dice “y dile que la hecho de menos, cuando aprieta el frío, cuando nada es mío, cuando el mundo es sórdido y ajeno…”. El ritmo es simpático y su voz armoniosa, es un disco viejo donde todavía no había tanto whisky en sus canciones.

Me inundan las ganas de quedarme escribiendo en este presente, con cosas que me pasan mientras respiro, pero tengo que tomar coraje para atravesar la marea humana que me separa de la libertad, del aire fresco, del sol de invierno, de las ganas de arrancar la mañana y de un lindo día de oficina. Qué bien se vive la vida en el vagón del ahora.

Por ese pasillo

Por ese pasillo que estás viendo ahora pasó el doctor Julio Rocca Rivarola en el año 1957. Corría, mojado y con tijera en mano, a cortar el cordón umbilical que unía a su mujer con su hijo mayor. Un dolor inmenso atravesaba todo el cuerpo de Inés y en el aire se respiraba el impacto de llegar a este mundo de Julito, un bebe de uno tres kilos y medio, con ojos azules, que lloraba desesperadamente por volver al nido materno. Se despertaba la curiosidad de los pocos huéspedes del “Gran Hotel de La Estación” que no entendían que una vida acababa de llegar.
Era enero, el Doctor abrazaba por fin a sus tan ansiadas vacaciones, su mujer aún estaba de siete meses y, para aquel entonces, no estaba planeado el parto, pero los caprichos del tiempo así lo quisieron. Esa mañana, el Doctor disfrutaba del silencioso paso de las horas, con el agua en la cintura, y la caña de un lado al otro, buscando alguna trucha que le diera otra razón más para agradecer la vida que le había tocado. La paz se rompió cuando escuchó de lejos los alaridos de una parturienta. Julito apoyó la caña, 30 años después, en un sauce llorón; corrió al hall del hotel, le pidió a la recepcionista (que lo miraba con cara de espanto) las llaves de la habitación y dejó mojados los mosaicos blancos y negros que hace un rato acabas de ver. Mercedes gemía de dolor, la subió al auto y llegaron, con los segundos contados, al hospital del pueblo. A los pocos minutos una beba rubia y divina lloraba desconsoladamente con tal de volver al nido materno. Mechi, la primera nieta de Julio e Inés había llegado a este mundo. El “Gran Hotel de La Estación” fue el único testigo del paso del tiempo, lento por momentos, rápido por otros, que viaja sin pedir permiso…

Unos bizcochos en el piso

Hoy me acordé de las lágrimas de aquel recreo, cuando me tiraron todo el paquete de bizcochos Don Satur al piso. Era la frustración de saber que no me quedaba nada más para comer en todo el día, que el viejo me había dicho que los cuidara porque la mano estaba dura. Los vi en el piso, mojados por culpa de aquel charco diminuto que bordeaba una baldosa, me quedé mirando hacia los costados, sin entender nada, buscando al culpable para decirle todo lo que lo odiaba. A lo lejos, tres o cuatro chicos más grandes corrían y se reían. Tanta bronca sólo pudo desahogarse con el llanto. Ni el abrazo de la profesora, ni el consuelo del kiosquero que me hizo un gesto con la mano diciéndome que me acerque al mostrador, nada… Ni siquiera saber que Croacia estaba ganando y que con un simple gol pasábamos de ronda, nada… Porque la vida no es tan linda como en Instagram, porque con un simple empujón te tiran los bizcochos al piso, con un simple empujón te quitan la ilusión de jugar un partido más… Y yo sé que todo esto es un juego, que debería tomármelo con un poco más de cautela y también sé que el kiosquero que me estaba llamando minutos antes de que terminara el recreo me quería dar algo. Me acerqué con lágrimas, como me acerqué hace un rato al televisor en el minuto 87, subí los dos escalones que nos separaban, me miró y sonrió: “La vida a veces se pone difícil, pero nunca dejes de soñar, pibe” y me regaló el alfajor que siempre comía cuando no había plata para los bizcochos, un Guaymallén de frutas.
Aquel kiosquero me devolvió la ilusión por un rato, creo que le decían colorado, o rojo… Sí, así se llamaba, Marcos Rojo.

Por un par de botines

Tenía nueve años y era el 10 del equipo. El técnico comentaba a sus alrededores que el pibe tenía condiciones. Lo llevaban de un lado al otro, era de esos que hacían ganar partidos…

Un día, después de un entrenamiento, el técnico reunió a sus dirigidos en la mitad de la cancha. Tenía la pelota debajo de su pie izquierdo y el silbato colgado en el pecho, estaba de jogging y campera deportiva de una marca que no aparecía en televisión. Cada vez que abría la boca, no volaba una mosca; los chicos sabían que siempre había algo para corregir. Dio algunas lecciones, felicitó al 4 porque había subido varias veces a tirar centros y le dijo al 10 que siguiera así, pero que empezara a tocar de una. El 10 lo miró atentamente, comprendió y volvió a poner, angustiado, la mirada perdida en la tierra. Todos sus compañeros tenían botines y él jugaba con zapatillas rotas, medias de colegio y traje de baño con red. Sentía vergüenza de no tener lo que los demás tenían y eso le dolía tanto como que sus padres no puedan pagar la cuota. El técnico dio la última corrección y, antes de terminar, contó la noticia más importante de los últimos fines de semana: el miércoles siguiente se iban a probar a Boca tres pibes;  el 10, el 7 y el 5. No lo podían creer, el 7 y el 5 se abrazaron y el 10 le sonrió al técnico.

Pasaron los días. Llegó el martes a media tarde. Faltaban pocas horas para ir a Casa Amarilla y el pibe entró en pánico porque sabía que no podía presentarse en zapatillas rotas a semejante oportunidad. Salió de su casa antes de que oscurezca, entró en una tienda deportiva y se quedó quieto mirando unos botines. Le pidió al vendedor un talle 36, medias azules y unas canilleras. Se las probó y sentía que todo le quedaba bien.

Lleno de angustia; puso los botines contra el piso fingiendo que probaba el talle y empezó a transpirar, miró atentamente al vendedor, vio que atendía a otra persona, aprovechó la situación y se fue corriendo con todo puesto… fue su primer robo.

Hoy el 10 cuenta, en charlas a cientos de personas, que nunca llegó a aquel entrenamiento, que la vida se le complicó y estuvo doce años preso, que jugó al rugby en la cárcel, que es el capítulo de un libro, que una tarde recibió un llamado para subir el Aconcagua y fue uno de los pocos que hizo cumbre sin siquiera conocer una montaña…

Y también cuenta que aquel martes a la tarde, pocas horas antes del entrenamiento, perdió la inocencia para siempre.

El palier de un edificio

El palier de un edificio que todavía no sabe de despedidas. Una puerta doble vidrio que da a la calle, todavía sin abrirse. Un sillón junto a una mesa ratona repleta de boletas de luz y de gas todavía sin entregarse. Una puerta que da a un ascensor que todavía no subió al primer piso. Una maceta y una planta sin regar. Autos frenados en plena avenida, semáforos que no cambian su color, el tren que todavía no llegó a la estación. El tiempo marca la pausa exacta para detenerlo todo. Y nosotros, todavía sin despedirnos, mirándonos, abrazados, a los ojos. Después, todo pasa, te saludo de lejos y le regalo un beso al aire rogando que llegue a destino. Milésimas después, tu sonrisa lo confirma. Media vuelta de los dos y el cielo suspiró. El palier conoció la tristeza, la puerta se cerró, los autos siguieron su rumbo y yo caminando en el andén pateando una lata vacía, esperando que llegue el tren.
#PasarseEsComoNoLlegar

Que en paz descanses “gato”

Esto lo escribí hace poco menos de dos meses, hablando de #LosGladiadores:

“Cuando arrancó uno de los cantos antes de dar inicio al segundo Misterio del Rosario, se me acercó Fernando, uno de los internos, con una angustia que jamás había visto. Él es una pieza fuerte dentro del pabellón y lleva incontables años preso. No tiene una sóla zona de su cuerpo sin marcas porque está cagado a palos en todo sentido. Según el, por el Servicio Penitenciario, pero me habló también de sus batallas en otros penales contra otros internos. La mano izquierda la tiene inmóvil, le cortaron uno de los tendones con un cuchillo. En la cadera tiene 4 centímetros de faca incrustados entre los huesos, y por eso, cuando se queda mucho tiempo parado, se le duermen las piernas. Hay heridas, como estas, que duelen, pero las que más duelen son las psicológicas; es un perro herido, al que le levantás la mano para acariciarlo y sale corriendo con el rabo entre las patas. Pero, con el tiempo y su lentitud para confiar, se fue soltando. Empezamos a relacionarnos a lo lejos, entre apodos como “cheto” de su lado y “gato” del mío, y siempre una sonrisa al terminar el juego.

Es, sin dudas, el tipo más duro y resentido del pabellón. Ayer, entre mates, me dijo que no aguantaba más, que se había enterado que quizás le daban perpetua y que no le encontraba sentido a la vida, no pude hacer nada para tranquilizarlo más que darle un abrazo y decirle “todo va a estar bien”. Pero no alcanzó y me redobló: “vos no sabés lo que yo sufrí, lo que me cagaron a palos, no te imaginas el dolor que tengo adentro. Si a mi me condenan, Fede, te juro que me quito la vida”. Lo miré a los ojos, fijo y lo vi en un punto de quiebre, sin retorno: “queres llorar y no podés, hacelo cagón, largá toda esa mierda que tenes de una vez por todas” y el perro, con innumerables lágrimas en los ojos, se dejó acariciar”.

Hoy a la mañana me enteré que anoche Fernando se quitó la vida en buzones, en esos calabozos invivibles donde duermen durante semanas muchas personas privadas de su libertad. Él era un tipo difícil, con una vida muy complicada y estaba en castigado por mala conducta… A mi modo de ver las cosas, muy desde afuera y sin estar en la diaria, no le hacía bien al pabellón. Pero fue a él a quién me propuse despertar, porque durante tantos años en Espartanos me enseñaron que hay que buscar al más cagado a palos, al más difícil y complicado, porque si se puede con ese, seguramente se pueda con los demás. Y le hablamos infinitas veces para mostrarle que el camino correcto no era el que estaba tomando y, de a ratos, parecía entender. Pero lamentablemente parecía. Vivía quejándose, vivía protestando, vivía la vida de mierda que llevan todos los presos con el agregado de que tenía el alma cagada a palos.

Hoy lo lloro, duele como duelen las personas a las que se le tuvieron afecto y se van de este mundo. Y duele en las entrañas imaginar el momento de debilidad que tuvo hace menos de 24hs en donde el puto diablo metió la cola y lo dejó sin esperanzas. Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver y duele que no haya querido escuchar un poquito de todo lo que le llevamos… pero fue lindo verlo sonreír, fueron lindos esos Rosarios juntos en donde se enchufaba de a ratos y pedía por algo, fueron lindos esos momentos en los que pudo rezar y encontrar un poco de paz, me quedo con eso.

Y también, con la sonrisa de los últimos tiempos, cuando nos veía llegar.

Que en paz descanses “gato”.