El pasaje de tren
Ya estábamos cansados de tanto viaje, veníamos de una seguidilla de bondis, trenes y aviones que desgasta a cualquier ser humano de este planeta. Habíamos pateado Ámsterdam durante todo el día, teníamos los gemelos como dos macetas. Era caminar para conocer o no conocer, no quedaba mucha opción. Estaba todo oscuro, era pleno invierno europeo, cagados de frío. A las 19:15hs teníamos que tomarnos un tren para llegar a las 20hs a la estación de bondis y de ahí a Londres. Obviamente era la opción más barata de hacer ese viaje (éramos expertos en gastar la menor cantidad de euros posibles). Pero, generalmente, el afán por ahorrar se convierte en una especie de manía.
Nos habíamos transformado en una especie de ratas andantes. Mirábamos con los ojos MUY abiertos cualquier cartel que tenga un número tachado y diga “Oferta” en cualquier tipo de idioma. Olíamos los descuentos y éramos fanáticos del 4×1. Sentíamos que éramos los reyes de los céntimos.
Uno de los puntos de quiebre fue en Praga: debo confesar uno de mis pecados más grandes, me comí siete salchichas envueltas antes de llegar a la caja de un supermercado. Y lo peor no es eso, sino que me escondía de las cámaras de seguridad que había en el techo y si me pasaba algún empleado cerca dejaba de masticar (con los cachetes llenos, obvio). Me sentía en Prison Break.
La esencia del hombre rata había entrado en nosotros. Decidíamos gastar lo menos posible en todo y, sobre todo, en transporte público (habíamos dejado de pagar boletos de trenes, metros y colectivos). Todo tipo de guardia para nosotros era una amenaza gigante.
En fin, sigo con la historia…
El tren que salía de la Estación Central de Ámsterdam salía bastante más caro de lo que habíamos imaginado. El cerebro no nos funcionaba muy bien por el cansancio pero semejante suma de euros no estaba en nuestros planes, eso seguro. Si no pagábamos perdíamos el bondi a Londres, por ende no era una opción.
Pero todo se transformaba en opción para nosotros.
Por eso decidimos escabullirnos entre la muchedumbre y poner cara de turistas pelotudos, convencidos de que eso nos iba a salvar de cualquier situación límite.
Logramos el primer paso, subirnos al tren.
Se cerraron las puertas y nos miramos sonriendo como diciendo “pan comido man, esto es una boludes…”. Pero no nos habíamos percatado de una cosa, en la otra esquina del vagón estaba un guardia que empezaba a pedir boletos. Nunca había visto una cara de pánico semejante. Sabíamos que cualquier infracción en el viejo continente nos podía costar demasiado caro.
El tren era moderno, luminoso y de dos pisos. Al ver al pobre tipo haciendo su trabajo de aguafiestas nos fuimos para el piso de arriba. La premisa era: “cada paso que haga el guardia para este lado, nosotros vamos por el piso de arriba hacia el otro”. Todo se parecía a los viejos capítulos de Tom & Jerry. Lo único que teníamos bien en claro era que no nos podían pedir el boleto.
El guardia había completado su labor en la planta baja y subía las escaleras hacía el primer piso, justo cuando nosotros bajamos las escaleras hacia planta baja. Ahí fue cuando el guardia vio la cara de dos argentinos aterrados con una gigante expresión de hombres-rata. Lo subestimamos al pobre tipo, era Holandés pero no boludo. Empezó a pedir los tickets del primer piso más rápido que lo habitual, sabiendo que esa tarde oscura de invierno tenía dos ratitas para agarrar.
Lamentablemente para nosotros, tenía pocos pasajeros en el piso de arriba, por ende su labor iba a ser extremadamente rápida.
Faltaba poco para llegar a la estación de destino y también para que el guardia atrape a su presa.
El tren empezaba a frenar, nosotros ya habíamos llegado a la puerta de la planta baja y esperábamos con ansias que el tren frene más rápido. El guardia estaba a unos 10 metros de nosotros y le quedaba sólo un pasajero para pedirle el ticket.
Todo era cuestión de segundos. Si el tren frenaba poco, el guardia comía ratitas a la noche, si el tren frenaba mucho, las ratitas huían despavoridas.
El barba nos había escuchado, los dos mirábamos fijamente la puerta, ya habíamos llegado a la estación pero el tren todavía no frenaba del todo, por ende las puertas no se abrían.
El guardia ya había pedido todos los tickets del vagón salvo dos..
Y me miró.
Y sin querer lo miré.
Y le dije a Tito: “Cagamos”.
El tren frenó pero no se por qué tardó en abrir las puertas (fueron 9 segundos y 12 milésimas). Las conté.
El guardia estaba a dos metros y dijo algo en holandés que nosotros no supimos entender pero me imagino que fue algo como: “Ratas muéstrenme sus tickets”.
Las puertas se abrieron, la mano del guardia no llegó a agarrar nuestras capuchas…
Las ratas se fueron despavoridas por distintos caminos…
Nunca escuché a un holandés putear pero me imagino que debe ser parecido a lo que nos gritó el guardia cuando nos perdió de vista.
Nunca me sentí tan a gusto atrás de una columna.
Nunca había escuchado un silbato de un tren tan placentero como ese, estábamos a salvo.
Nos miramos desde lejos, sonreímos y ambos guiñamos un ojo.
Estuvimos cerca, muy cerca.
PD: estuvimos tan cerca que era evidente que no íbamos a salir invictos, algo pasó en Paris… Las ratas no quedaron invictas.