¿Este es el sentido de tu vida?
Si me dieras la oportunidad y me abrieras la puerta para decirte lo que pienso, te diría esto: está bien que creas que estás bien… pero no lo estás, hermano.
Estás dormido, siendo víctima de un sistema perverso que lo único que quiere es controlar almas como la tuya. Y la verdad… qué bien lo hacen. Me saco el sombrero. El nivel de manipulación que ejercen para atrapar almas débiles como vos es tremendo. Hay que aplaudir, y de pie. Porque sí, te atraparon. Ya caíste en el juego. Y aunque creas que no, sí.
Te despertás y lo primero que hacés es agarrár el teléfono. Te inundás de noticias, de notificaciones de todas las redes sociales. Desayunás los cereales, el jugo de naranja, el azúcar, los carbohidratos y las tostadas que el sistema te metió en la cabeza. Estás 10, 15 kilos arriba de tu peso.
Manejás más de una hora por día para ir a tu trabajo. Te rodeas de bocinazos, tráfico y almas como las tuyas, que viajan con cara triste a un lugar parecido al tuyo. Quizás pongas un podcast o algo de música para hacer más suave la carga… pero estás tan atrapado que terminás escuchando las noticias del día. Y ahí sigue: el control, la manipulación, el sistema operando sin que te des cuenta.
Después pasas entre 8 y 9 horas en una oficina, en un trabajo sin sentido, metido en un cuadrado que quizás ni tenga ventanas. ¿Propósito? Jaja.
Pasan los años y lo único que te ofrecen son manzanas en un bowl, cuadros en una pared, barritas de cereales y títulos berretas como “Manager”, “Regional Director”, “CFO” o “CEO”, haciéndote creer que vas subiendo en una escalera que, en realidad, te lleva directamente al fracaso.
Te la vas a pegar, hermano. Es cuestión de tiempo. Y te va a doler. Porque sos cada vez más egoísta, pensás cada vez más en vos. En cómo sacar ventaja de cada situación, porque para eso te programaron. Lo único que estás acumulando son bienes materiales: una casa en la playa, otra en un barrio cerrado… sigamos por la lancha, la 4×4 y más. Siempre más. Un poco más.
Es tan grande tu vacío que, cuando llegan los 45 o 55 años, te das cuenta de que ya no lo podés llenar con nada. Y ahí estás: una pobre víctima del sistema, mandando un mail para pedirle permiso a tu jefe (porque siempre hay un jefe) para que te autorice un viaje.
¿En serio estás bien?
Repasá tu día. Repasá tus últimos 20 años.
¿15 días de vacaciones por año? Ah… este año quizás un par más.
¿En serio estás bien?
Te preguntaría: ¿Todo esto hiciste con los dones que Dios te dio?
Te agarraría de la camisa con las dos manos, bien fuerte, y te zamarrearía hasta despertarte…
Pero no puedo. No puedo despertarte tan de golpe.
No puedo pedirte que abras los ojos, que empieces a cultivar tu interior, que trabajes en vos, que desarrolles tu ser, que intentes de entender el mensaje de Jesús…
Porque me respondés: “¿Qué es eso? Vos porque estás todo el día cuestionándote… un día una cosa, otro día otra… así estás, confundido. No se puede vivir así”.
¿En serio el confundido soy yo? Sigamos.
Llegás a tu casa y te encontrás con un matrimonio sin sentido. Bueno… si es que todavía no lo rompiste. Si, vos. Quizás fue con alguna secretaria. O, más probablemente, por dedicarle tu tiempo y energía a eso que te nombré antes.
Lo rompiste. O estás a punto de hacerlo. Quiero que lo sepas.
Porque en todos estos años ni siquiera le dedicaste tiempo a la persona que, en teoría, era lo más importante de tu vida. La pifiaste en las prioridades. Te equivocaste. Nunca la pusiste en primer lugar. Y ahora estás pagando las consecuencias. Y lo peor de todo: seguramente ni te detengas un segundo a revisar si la culpa fue tuya. Porque estás tan en el papel de víctima, que no te dan los pantalones para hacerte cargo.
¿Y tus hijos?
Ahí van… a la deriva.
Con un padre sin pelotas. Carente de masculinidad. Porque la versión tuya que les diste es, siendo generoso, paupérrima.
Y ellos te lo muestran. En la cara. Con cada año años que no estuviste. Con cada charla que no diste. Con cada abrazo que te guardaste.
No te sorprendas si a los 14 o 15 años los ves con un porro en la mano.
El vacío que vos tenés adentro y no resolviste, se los pasaste como herencia.
Y llega la noche.
Tu cama. El silencio. La resaca, quizás…
Porque te seguís adormeciendo con ese vinito diario. Y si tenés a tu mujer al lado, dudo que te abrace. La distancia entre ustedes es cada vez más grande.
Después de pasar horas frente a una pantalla, viendo un reel tras otro, apagás la luz.
Y ahí aparece la oscuridad que te rodéo todo el día y está presente en todo tu relato. Y te da miedo, obvio. Queres que amanezca rápido porque la noche y el silencio aturden tu mente, que no para. Porque el vacío es tan profundo que necesitás volver al azúcar del desayuno, y al ruido del tráfico unas horas más tarde… para sentir un poco de alivio.
¡DESPERTATE!
¿De verdad creés que estás bien?
¿De verdad crees que estás mejor que nunca?
¿De verdad crees que no necesitás ayuda?
Porque cuando te miro a los ojos —y ni siquiera podés sostenerme la mirada—
lo único que sale de tu boca es: “Estoy mejor que nunca”.
Pero tu alma grita. Desesperada. Suplicando que salgas de ahí.
¡DESPERTÁ, CARAJO!
Que el mundo necesita hombres como vos: despiertos, y con fuego en el pecho.
Hombres con energía para transformar un mundo que se cae a pedazos.
¡Despertate!
Te lo prometo: podés hacerlo. Va a doler, sí. Pero se puede.
Te doy mi palabra, de hombre a hombre, que no estás solo, y que podés salir de esta.
¡Despertate, porque la cosecha es abundante y los trabajadores son pocos!
Dale sentido a tu vida. Hacelo por vos. Por los que amás.
Dejá de dar tu 30%.
Viví al 100%, porque ya no hay más tiempo.
No podemos esperar más.
Un día un gran Maestro me dijo:
“LO MEJOR QUE PUEDO HACER POR TI, ES TRABAJAR EN MÍ”.
¡Trabajá en vos! ¡Dales a los demás lo mejor de vos!
¡DALE! ¡QUE LA VIDA ES CORTA!
Acá estoy, para lo que necesites.
Y acordate: yo soy vos.
Un gran abrazo.
Fede Gallardo.