El Doctor

Salí de casa temprano. Llegué a la esquina, dejé pasar a una señora con una mueca de respeto después de que me agradeciera, y abrí la puerta. El olor a café recién hecho, el sol tempranero de otoño y la calidez de la mesa donde siempre me siento me hacen creer en los pequeños milagros del día. Betina me conoce desde hace años y, en cierto modo de agasajo, me hace ahorrar algunos pasos en la burocracia de pedir el desayuno. Ya ni me pregunta lo que quiero, ni tampoco me hace ir a la caja antes de consumir el café, para algunos pueden ser pequeñeces, pero para mí, pequeños gestos que le cambian a uno el día.

Todas mis mañanas empiezan de la misma manera, me siento y espero el café con leche y las dos medialunas; una de grasa y otra de manteca. En ese momento en el que espero a Betina, me instalo y apoyo la mochila en la silla que no voy a ocupar. Antes de sentarme tomo una de las grandes decisiones del día; o agarro la computadora y activo mi vida profesional, o saco mi cuaderno con tapa de cuero y mi birome Uni-ball y activo mi día espiritual.

Hace tiempo que elijo la segunda.

Durante la semana y en mis ratos libres, por fuera de mi agenda laboral, dicto un taller de escritura para los que tienen ganas de conectar con ellos mismos. Nunca entendí el por qué animarme a darlo, no estudié letras, ni tengo miles de horas de lectura como para decir que llevo conmigo un vocabulario exquisito, tampoco tengo una redacción muy fluida e incluso puedo estar horas editando un mismo párrafo. Pero hay algo, quizás sea el no tenerle miedo a nada o la confianza en mí, en mis años de trabajo interior y en mi facilidad para expresarme, lo que me hizo y hace dar, hace más de tres años, este taller.

Mientras abro el cuaderno, Betina se acerca y me deja el desayuno en un rincón de la mesa. Sonríe y me pregunta sin necesidad de oír la respuesta: “¿Va a escribir otra historia de amor o va hablar de sus pacientes, Doctor?”. Sólo me da tiempo a sonreírle antes de que sé de vuelta y atienda la mesa de al lado. Vuelvo a mi cuaderno y empiezo a relatar, con muchísima fluidez, la cantidad de coincidencias que se dieron anoche en el último encuentro de escritura del año. Lo recuerdo y me emociono, porque fue como si una cierta cantidad de almas desconocidas en esta vida, pero totalmente vinculadas en otras, hubieran necesitado encontrarse una vez más. Como si hubieran planeado ese encuentro hace cientos de años y yo, sin saberlo, me convertiría en un simple psicólogo con anhelos de escritor, orquestando esa mesa y haciendo malabares para sostener ese océano de vulnerabilidad.

Debo confesar que siempre salgo bien parado, como si recibiera, en el momento justo de dar una devolución, la palabra precisa para acariciar una herida en forma de letra. No es mérito propio, ni nunca voy a jactarme de eso, siempre me repito que soy un facilitador que pone el tiempo y el espacio para que ciertas cosas sucedan. Pero lo de anoche fue más de lo imaginado.

Me encontré con almas repletas de sabiduría, con mucho bagaje de experiencias, con una enorme variedad de edades y de bellezas, sedientas de sanar ciertas heridas (algunas compartidas), que se sentaron en mi living y, sin decirlo, me dijeron: “Gracias a una hoja en blanco y su consigna, pude escribir y sanar, Doctor, mi dolor más profundo. Salgo de acá, mejor de lo que entré”.

Levanto la mirada, intento agarrar el café pero veo como tiembla una de mis manos. Es mucho para un simple taller de escritura, pensé. Me inunda la emoción de saber que pude ser testigo de como se curan algunas almas…

Respiro profundo y veo que se acerca Betina, trae consigo un colchón de servilletas para las lágrimas, me apoya su mano en mi hombro izquierdo y me susurra: “La escritura, Roberto, la escritura sana”.

#PasarseEsComoNoLlegar