Tras los rastros de Joaquín
Algunos lugareños dicen que quizás viva acá, en los alrededores de la Plaza de Tirso de Molina pero no hay demasiadas certezas… Después de interrogar a mozos, vendedores de flores, policías, vagabundos de la plaza y perros callejeros, di con la calle. El nombre me lo facilitó un viejito de un «Centro de ancianos», donde abunda la experiencia… El viejito respondió a mi pregunta sobre el supuesto piso de Joaquín: «Pues creo que en la calle tal…» Y después de gritarle al oído un “Gracias señor”, le sonreí y partí.
Dos cuadras me separaban de la acera indicada. Empecé a caminar, mirando para todos lados, buscando una barba candado llena de canas y un remolino en la frente de algún señor de unos 65 años, pero como no encontré dicho aspecto la intriga me ganó de mano. Volví repetir la pregunta que le había hecho al viejito. Esta vez, en una librería. A Joaquín le gustan las librerías y gracias a él puedo quedarme horas mirando libros… El librero me contestó y fue el dato más preciso que hasta ahora encontré: «Pues vive en el último portal de la calle».
Y acá estoy, revoloteando las alas a un lado y el otro de la vereda. No sé si será cierto, pero no me queda otra que confiar, porque por alguna razón estoy nervioso. Por alguna razón mi corazón late más rápido de lo normal. Miro hacia arriba y el edificio luce ladrillos a la vista, con un balcón que da a la plaza y algunas características similares a las que había averiguado. Me intento convencer pensando que podría ser, que el edificio es lindo, digno de una persona mayor con un buen nivel adquisitivo, que la puerta es grande, poderosa, majestuosa, entonces creo que quizás si, que podría ser acá…
Apoyo la espalda contra el edificio de enfrente, con mis ojos puestos en esa puerta hace aproximadamente 45 minutos. Llenándome de inspiración, escribiendo esto que no tiene ningún sentido, sólo el de dejar por escrito que estoy a metros de la puerta del músico que más admiro. Del músico que escucho desde el 22 de julio de 2002, día en el que mi hermana cumplía 21 años. Ella estaba en el Norte de mi país, lejos de casa y decidí poner un cassete del flaco para no extrañarla. Ella lo escuchaba desde hace tiempo, yo lo odiaba, él hablaba de mariposas de sangre marrón y a mí me parecía una estupides, no sé porque… Pero resultó ser que el amor a mi hermana fue el que despertó la pasión por Joaquín. Puse el cassete de “Dímelo en la calle” y lloré porque «la gorda» estaba lejos, la extrañaba y más en el día de su cumpleaños. Al ratito me recuperé porque de esos parlantes salían letras mágicas, pronunciadas por un español con voz ronca, que me enamoró hasta el día de hoy…
Ya pasaron 55 minutos desde que mi espalda se apoyó en la pared. Me voy a tomar un café, precisamente en la esquina opuesta al piso de Joaquín. Una mesera rellenita y con lindos ojos me atiende, le pido un café y al segundo le pregunto: “¿Por aquí vive Joaquín?» Y me responde: «Pues si, suele bajar todas las noches para aquel lado, con dos mujeres, una de cada lado, sabes…».
Sonrío y aunque sé que es mentira, que no hizo más que motivar el mito, ese del que se alimentó la canción «Lo niego todo»…
Cierro mi cuaderno y me pongo a mirar a la calle soñando con el viejo ese, para que se deje mostrar un ratito…
Me tomo un vino, con el señor de la barba candado pronunciando sus letras por los parlantes, soñando algún día de esta estadía cruzarme con Joaquín, Joaquín Sabina.
Pasó el tiempo, ya en Argentina, atrás quedó mi estadía en Madrid, releeo esta nota y pienso: «Podría haberme quedado unas horas más en esa calle, que ahora la declaro melancolía; podría haber esperado un poco más en esa vereda…».