Unas cañas y un ciprés

Montes de Oca 771Hoy las volví a ver en una maceta, mucho más chicas que en aquella época. Me acordé, entre mates y mates, de los más lindos momentos de mi infancia en Montes de Oca 771. No había pasado los 8 años edad, jugaba al fútbol en mis momentos de madurez y lo hacía con los playmobils para acordarme que todavía era un chico. Había días que jugaba en el cuarto, sin tanta pasión. Eran horas de monotonía en las que ellos y yo hacíamos un pacto para no pasarla mal por un rato: quizás los hacía saltar de una cama a otra o, si la imaginación estaba en un buen día, usaba la almohada como enormes montañas; era lindo ver como se convertían en pequeños exploradores en búsqueda de fósiles de dinosaurios. Pero por suerte, había otros días, esos en los que la vida pasaba y no me daba cuenta. Eran los que salía a jugar al jardín, con la pasión que me caracteriza para hacer las cosas que me gustan, a jugar al fondo. La imaginación volaba tan lejos que los colores brillaban demasiado fuerte, el azul del cielo era invencible, las hojas de las plantas resplandecían, la pileta parecía un mar tranquilo y sereno y al fondo del jardín estaba mi templo: la mezcla de plantas y árboles que formaban un gran escenario con distintas tonalidades de verde convirtiéndolo en un paraíso de la naturaleza.

Centímetros antes del alambre perimetral que dividía mi mundo imaginario de el de los demás, estaba el cañaveral. No juntaba más de 20 cañas, pero tenían tanta fuerza que parecían multiplicarse al alejarse. A menos de un metro de ellas estaba el Ciprés Calvo que marcaba la primer fila de árboles antes de que empiece el pasto. Entre las cañas y el Ciprés había un pasillo finito y corto. El árbol se caracterizaba por tener hojas de helechos, al menos eso recuerdo, y era el lugar que más les divertía jugar a mis playmobils. Esos días, en los que ellos y yo jugábamos tardes enteras, pasaban cosas… Había magia y no necesitaba de nada más. Mis manos llegaban a las primeras ramaMontes de Oca.771.Tigres que empezaban a crecer y yo hacía a mis amigos de plástico un conjunto de adictos a la caída libre. Saltaban poco más de metro y medio y caían en el colchón de hojas marrones y finitas del Ciprés. A mi izquierda las cañas, a mi derecha el gran tronco del árbol, arriba las copas de las plantas que se entrelazaban y en el medio una fiesta de playmobils que respiraban la alegría de un chico feliz. Todo eso vivía en mis tardes de felicidad en las que el fútbol todavía era un deporte más. Hoy, cuando empezaba a acordarme el nombre que le había puesto a cada uno de mis amigos me habló una voz femenina que me despertó del sueño: “¿Me pasás el mate Fefe?”.  

Me levanté angustiado y le dije: “Si, pero ahora vuelvo”.

Corrí más de diez kilómetros rogando encontrar a mis amigos de plástico una vez más pero faltando poco menos de una cuadra se me aflojaron las piernas… ¿Dónde quedaron mis amigos? ¿Dónde están esas 20 cañas que parecían el cañaveral más grande de Tigre? No pude evitar las lágrimas… ¿Dónde quedó aquel Ciprés Calvo testigo privilegiado de las tardes más lindas de mi vida? ¿Por qué ahora hay bloques de cemento en mi Montes de Oca 771 querida? ¿Quién le puso precio a los metros cuadrados que marcaron mi vida? ¿Por qué existen hombres de corbatas capaces de convertir recuerdos de alegría en melancolía?

Ojalá algún día pueda ganar con mi pluma lo que ellos nunca pudieron ganar y ponerme una corbata para parecer importante. Y cuando en alguna convención se acerquen a ofrecerme inversiones inmobiliarias, y me pregunten qué voy a hacer con tanta plata les pueda responder: “Voy a comprar el edificio que construyeron hace muchos años en Tigre, para tirarlo abajo y construir una réplica de aquella casa que destruyeron y plantar, allá al fondo del jardín, un par de cañas y un Ciprés, para reencontrarme con mis amigos”.